martes, 29 de septiembre de 2015

Carta 1

A la mujer de la roca:
 Mis ojos han sido testigos de las más lamentables miserias humanas, cronistas de innumerables catástrofes oceánicas y otros inenarrables horrores propios de la vida en alta mar.
He visto amigos y hermanos morir frente a mí, castigados por el mar, presos de la codicia que cobija bajo sus aguas turbulentas, criaturas legendarias que devoran embarcaciones de un bocado y desaparecen en lo profundo, la incontenible furia de los dioses estallando desde el cielo en forma de rayos y tormentas, y sin embargo, nada de eso se compara con haberte conocido a ti.
La dulce melodía del arpa que escondes en tu garganta me atrajo hacia la orilla donde descansabas, recostada sobre una gran roca, desnuda bajo el radiante sol del mediodía. No existe calificativo para tu belleza, pues eres océano y mujer en una sola, realidad y fantasía a la vez.
Nadie creería mis palabras, mas nadie las ha escuchado, sé que dirían que estoy loco, pero eso no me importa. Estoy seguro de lo he visto, convencido de que una imagen tan sublime y misteriosa jamás podría haber nacido de la mezquina imaginación de este viejo marinero.
Conocerte me ha devuelto a la vida, si es que alguna vez la he vivido, volver a verte se ha transformado en mi mayor anhelo, aunque sea por un segundo. No sé si tú también me has visto, tal vez es mejor que no lo hagas, me conformo con espiarte, pues el sólo verte es un tesoro del cual soy indigno.
Arrojo esta botella al mar, esperando vanamente que naufrague hasta tus manos. ¿Qué más puede hacer un hombre esclavo de tanta pena contenida si ha presenciado con sus ojos la mismísima entrada al paraíso?            
                                  

Charles T.

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