A la mujer de la roca:
Mis ojos han sido testigos de las más
lamentables miserias humanas, cronistas de innumerables catástrofes oceánicas y
otros inenarrables horrores propios de la vida en alta mar.
He visto
amigos y hermanos morir frente a mí, castigados por el mar, presos de la
codicia que cobija bajo sus aguas turbulentas, criaturas legendarias que
devoran embarcaciones de un bocado y desaparecen en lo profundo, la
incontenible furia de los dioses estallando desde el cielo en forma de rayos y
tormentas, y sin embargo, nada de eso se compara con haberte conocido a ti.
La
dulce melodía del arpa que escondes en tu garganta me atrajo hacia la orilla
donde descansabas, recostada sobre una gran roca, desnuda bajo el radiante sol
del mediodía. No existe calificativo para tu belleza, pues eres océano y mujer
en una sola, realidad y fantasía a la vez.
Nadie
creería mis palabras, mas nadie las ha escuchado, sé que dirían que estoy loco,
pero eso no me importa. Estoy seguro de lo he visto, convencido de que una
imagen tan sublime y misteriosa jamás podría haber nacido de la mezquina
imaginación de este viejo marinero.
Conocerte
me ha devuelto a la vida, si es que alguna vez la he vivido, volver a verte se
ha transformado en mi mayor anhelo, aunque sea por un segundo. No sé si tú
también me has visto, tal vez es mejor que no lo hagas, me conformo con
espiarte, pues el sólo verte es un tesoro del cual soy indigno.
Arrojo
esta botella al mar, esperando vanamente que naufrague hasta tus manos. ¿Qué
más puede hacer un hombre esclavo de tanta pena contenida si ha presenciado con
sus ojos la mismísima entrada al paraíso?
Charles
T.
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