miércoles, 6 de abril de 2016

El despertar del León

CAPITULO 2
EL RITUAL

  
Quienes digan que las grandes historias de aventuras tienen como protagonistas a hombres valientes que enfrentan las adversidades con osadía y astucia, definitivamente no han oído hablar de mí. Pero no me malinterpreten, pues creo que hasta en mis más torpes decisiones existen pequeños aciertos que me han ayudado a llegar al lugar en el que hoy me encuentro.
   Como sabrán, mi escape del Bosque de Reinlad no fue del todo perfecto. Y aunque agradezco inmensamente que no lo haya sido, debo confesar que todavía llevo grabado en mi mejilla el recuerdo de ese grotesco infortunio.

   Mi mente se nubló y todo quedó en penumbras. No recuerdo mucho, pero sé que mientras estuve inconsciente debí haber pensado bastante en el abuelo, porque al despertar estaba pronunciando su nombre.
   La boca me apestaba a sangre, y un dolor incesante me punzaba el costado izquierdo de la cabeza. Pronto recordé lo que había sucedido y me sentí afortunado de estar entero.
   -¿Dónde rayos estoy? –Me pregunté mirando a mí alrededor.
   Me hallaba tendido en el suelo, en un lugar húmedo y oscuro. Mis manos y pies habían sido sujetados con cadenas, y mi camisa arrojada a un costado, totalmente desgarrada. Estaba empapado en agua, barro y sangre, y el frío de la noche comenzaba a azotarme como nunca antes en la vida.
   Debo admitir que por primera vez –aunque no la única- sentí temor a la muerte. No importa cuántas veces hayas oído el llamado de la temible dama de negro junto al umbral de tu puerta, jamás podrás acostumbrarte a su sobrecogedora presencia, penetrando en tu mente y tu alma.
   Tras unos minutos de aterradora incertidumbre, oí que alguien se acercaba dando pesados pasos desde otra habitación. Al abrirse la puerta, pude ver el rechoncho rostro del capataz completamente fruncido como su puño, con el que sostenía un viejo farol a vela. Su gruesa nariz ahora estaba torcida hacia la derecha, como resultado de nuestra reciente disputa. Se acercó a mí maldiciendo por lo bajo, y de una patada me ordenó que no me moviera. Luego sacó de su cinto un gran manojo de llaves y lo sostuvo frente a mí.
   -De ser por mí te hubiese hecho papilla hace rato, pero por alguna razón mi señor quiere hablar contigo –dijo, mientras se agachaba para abrir el candado que bloqueaba mis piernas.
   Me puse de pie con mucha dificultad a causa del entumecimiento que el frío y el dolor me provocaban en el cuerpo, y luego, él me arrojó un sucio trapo en la cara ordenándome que me sacara la suciedad de encima. Limpié todo el lodo y la sangre que pude, tratando de no moverme muy bruscamente ni respirar más de lo debido.
   Una vez cumplida su orden, me sacó de la habitación dándome violentos empujones en la espalda. Al otro lado, había un estrecho pasillo conectado a una escalera que subimos hasta toparnos con una puerta cerrada. Se podía ver  a través de las grietas de la madera, una cálida luz amarillenta que provenía de la sala contigua.
   No estaba seguro de lo que iba a ocurrir, pero de momento, estaba agradecido de seguir con vida.
   -Mira gusano, si veo que haces o dices algo indebido frente a mi señor, ten por seguro que recordarás el golpe de hace un rato como una dulce caricia.
   Tomó una llave del montón y cuidadosamente destrabó la cerradura. La puerta se abrió con un intenso crujido, y la luz que vino del interior quemó aún más mis irritados ojos.
   Cuando la ceguera desapareció, pude ver que ahora me encontraba en una acogedora habitación, repleta de adornos tallados en roble y botellas de vino meticulosamente acomodadas dentro de estantes. En cierto modo, me recordó bastante a la bodega que el abuelo tenía en el sótano de la casa.
   Se encontraban tres hombres en la sala. Uno era un anciano barbudo de apariencia amable. Otro era joven y delgado, pero con el rostro tan tieso como su postura de soldado.
   -Creo que conozco a este sujeto –pensé al verlo.
   En el centro de la sala había una mesa colmada de papiros, mapas y elementos de medición, y al otro lado de ella, yacía en pie el tercer hombre que mencioné.
   Era nada menos que el caballero que había visto por la mañana en el campamento de los reclutas. Su expresión seguía tan rígida e imperturbable como antes, pero un ligero resplandor en sus ojos me indicó que su calma era solo superficial.
   -Será mejor que piense bien lo que voy a decir –reflexioné en silencio.
   Me sentía como una liebre indefensa rodeada por una manada de lobos, solo la suerte podía jugar a mi favor en una situación tan adversa.
   El caballero dio un suspiro mientras golpeaba sus dedos contra la mesa.
   -Acércate muchacho – Llamó el hombre. Al hacerlo noté que de su mano caía una pequeña cadena, como la de un reloj, pero no pude ver qué había entre sus palmas.
   Durante un minuto escrutó mi rostro temeroso, como si estuviese intentando leer mis pensamientos. Aunque claro, no era muy difícil de suponer.
   -¿Qué rayos hago aquí? ¿Por qué tuve que ser tan descuidado? Debería haberme quedado en casa –Fueron unos de los tantos pensamientos que azotaron mi conciencia en ese momento.
   -Dime cómo te llamas- continuó con su gélida voz.
   -Blanco, Leonardo Blanco, señor -respondí- Le aseguro que no tuve intención de atacar a nadie, fue un malentendido.
   -¡Calla salvaje! –Exclamó el capataz golpeándome la nuca- Contesta sólo lo que se te pregunta.
   -Soldado, no le he pedido que intervenga- dijo el caballero molesto por su intromisión. Debió agachar la mirada y retirarse hacia una esquina, encogido de hombros. –Continúa, quiero oír lo que tienes para decir en tu defensa.
   Respiré hondo y traté de serenarme para sonar lo más sincero posible. Tal vez, con un poco de suerte, el conflicto se resolvería antes de lo previsto, y podría retomar mi viaje hacia Antémar.
   -Vengo del sur, de una aldea a los pies del Monte Azul. Iba rumbo a la capital, y no tuve otra opción que atravesar Reinlad, pero perdí el mapa que traía en medio del bosque, y en la desesperación por hallar una salida comencé a seguirlos. En cuanto al incidente de recién, les aseguro que fue algo completamente casual –Expliqué con relativa calma. Pero el rostro del caballero permaneció inerte ante mi relato. Mi respiración se aceleró de golpe.
   -Señores, pueden retirarse- Declaró tras escuchar atentamente. El único que se quedó en la sala además de nosotros dos, fue su escudero.
   -Así que estabas perdido en el bosque -agregó poniéndose de pie.
   -Sé que suena ridículo, y que la gente del sur rara vez viaja hacia las tierras del rey. Pero juro por mi vida que es cierto.
   El caballero caminó lentamente hacia mí. No me sacó  los ojos de encima ni por un instante.
   -No sigas molestándote muchacho. Sé bien quién te envió y por qué lo hizo, sólo me queda decidir qué es lo que haré contigo.
   -¿Qué? No sé de qué habla. Nadie me ha enviado aquí- contesté perplejo. El caballero rió con indignación.
   -Entonces debo suponer que este artilugio llegó a ti por pura coincidencia- declaró soltando sobre la mesa el objeto que encerraba entre sus manos. Era nada menos que mi brújula descompuesta.
   -Era propiedad de mi abuelo, él me la obsequió hace un tiempo. Siempre creí que era una baratija sin valor, sólo un amuleto de viaje.
   El semblante del caballero se transformó de repente, como si lo que acababa de oír fuese un insulto.
   -¿Crees que las reliquias de mi Orden son baratijas inútiles? ¿Cómo te atreves a blasfemar contra el Puño Pródigo en mi presencia?- murmuró entre dientes. La rabia estaba a punto de desbordarlo.
   -Disculpe mi ofensa, pero no sé quiénes son ustedes, ni tampoco de dónde obtuvo mi abuelo esa brújula. Le aseguro que digo la verdad. Podré ser un campesino torpe e ignorante pero jamás una amenaza para su gente. Por favor, tiene que creerme.
   Estaba temblando de pies a cabeza. No sabía en qué dilema me había metido, pero era evidente que la situación se me estaba escapando de las manos.
   -Yo decidiré si eres o no una amenaza -respondió con contundencia-. Dolguin, tráemela–ordenó.
   Su escudero se aproximó, cargando una hoja envainada, y tras entregársela, se paró detrás de mí como un disciplinado perro guardián.
   Cuando el caballero sacó la espada de su estuche, la sangre en mis venas se congeló. Sentí cómo si el reflejo de mi cara en el metal, fuese el de un condenado que acaba de oír su fatal sentencia.
   -¡Se lo ruego, soy un buen hombre! ¡No me haga daño! –le supliqué desesperadamente. Su sirviente me tomó del cuello con un brazo, y con el otro, me tapó la boca para que no gritara–. Este es el fin –pensé, convencido de que así sería.
   Pero lo que pasó después no tuvo ni la más mínima similitud con lo que yo supuse iba a suceder.
   El caballero cerró sus ojos, sosteniendo la empuñadura firmemente a la altura del pecho. Pude oír cómo susurraba extrañas palabras en otra lengua, absolutamente desconocida para mí.
   Poco a poco fui sintiendo que mi cuero se paralizaba, como si mi carne estuviese siendo convertida en roca. Pronto, no fue necesario que su escudero me siguiera reteniendo, pues ya me encontraba tan inmóvil como una estatua.
   No hay sensación más aterradora que saber que tu vida y sobre todo tu muerte no son algo que puedas manejar, sino que dependen del capricho de otro.
   Cuando el caballero finalmente abrió sus ojos, sus pupilas habían desaparecido, y de las runas grabadas en el filo de su espada emanó un fulgor pálido. Su voz dejó de ser un susurro y recobrando su fuerza y vigor característico, enunció estas palabras:

“POR VOLUNTAD PROPIA, Y EN REPRESENTACIÓN DE LA AUTORIDAD MÁXIMA DE LINTHEGAR, CASTIGO A  ESTE SIERVO INDIGNO DEL DON QUE LA GRACIA DIVINA LE HA OTORGADO.
¡QUE LA FLAMA DEL PUÑO PRÓDIGO PURGUE TODOS TUS PECADOS!”

   Tras emitir su sentencia, hizo descender el borde de su espada hasta que la punta tocó mi frente. Ahora resplandecía envuelta en un espectral fuego azul, pero sin embargo el contacto con mi piel no fue cálido, sino todo lo contrario. El frío que recorrió mi cuerpo fue tan intenso que por poco pierdo el conocimiento.
   El fuego se apagó. Los ojos del caballero volvieron a la normalidad, y yo pude mover mi cuerpo de nuevo. Cuando mis músculos se aflojaron del todo, fue inevitable que cayera desplomado al suelo.
   No salía de mi asombro, tampoco podía asimilar ni comprender de ninguna manera lo que acababa de experimentar, pero me sentí tan afortunado de sobrevivir al espantoso ritual, que apenas reparé en ello.
   -Mis disculpas joven, ahora veo que no mentías –dijo, mientras guardaba la espada en su vaina -. No eres lo que supuse. Pero de todos modos, has atacado a uno de mis hombres y ese es un delito grave.
   -¿Qué van a hacerme? –pregunté aterrado. Aún no dejaba de temblar.
   -Nada, por ahora. Pero viajarás con el resto a Val Dorean y allí decidirán qué castigo aplicarte. Además no confío en ti, y prefiero que estés vigilado de cerca.
   -¡Pero yo…!
   -¿Tienes alguna objeción? –interrumpió tajante.
   No tuve más remedio que morderme la lengua y bajar la cabeza.
   -Bien, recoge tus pertenencias y ve a reunirte con los conscriptos. Si tienes suerte, aún podrás obtener un plato de comida.
   Bajé al sótano nuevamente y levanté mis cosas, que se hallaban desparramadas por doquier en el sucio piso de la mazmorra. Mi camisa era poco más que harapos ensangrentados y barro húmedo, y mi hacha, mi cuchillo y mi bolsa con monedas ni siquiera estaban allí.
   Al volver a la habitación de arriba, el capataz me esperaba junto a la puerta, con su garrote en la mano.
   -Me han dado la orden de no sacarte la vista de encima gusano –vociferó con ese desagradable acento nasal -. Si vuelves a hacer una estupidez como la de antes, o veo que intentas escapar…
   -Descuida, no lo hará –irrumpió el caballero, que todavía estaba en el lugar -. Joven Blanco, guardaré este valioso artefacto por ahora. Estará más seguro en mis manos que en las de cualquier otra persona.
   Honestamente no me interesaba en lo absoluto conservar ese trozo de chatarra. Lo único que me había traído eran dolores de cabeza, pero por alguna razón, él tenía muchísimo interés en esa brújula.
   Al salir afuera, la tormenta había apaciguado. Pero cada gota que caía sobre la palpitante herida en mi mejilla  me hacía maldecir hasta las estrellas.
   El pueblo al que había llegado era pequeño pero acogedor. Fue una lástima tener que caer prisionero justo allí, pues hubiese disfrutado bastante pasar al menos esa noche en una cama caliente.
   Cuando entramos en la zona donde los reclutas estaban acampando, el capataz me amenazó una vez más con hacerme picadillo si volvía a hacer algo indebido.
   Caminé entre hogueras y platos vacíos, buscando un lugar en el que pudiese acomodarme para descansar. Era casi medianoche, pero todavía muchos seguían despiertos. Noté que al pasar, me miraban cómo a un forastero inoportuno y no pude evitar sentirme incómodo.
   Es sabido que mientras uno se encuentra en una situación de vida o muerte, todas las otras necesidades primarias desaparecen. Pero lo que nadie te avisa es que al volver a la normalidad, estas reaparecen con mucha más intensidad.
   El hambre que sentía  me estaba corroyendo las entrañas, y la poca comida que quedaba en mi bolsa, se la habían quedado los soldados.
   Primero intenté -disimuladamente- tomar algunas sobras de los cuencos vacíos, pero los reclutas estaban tan hambrientos que habían roído hasta los huesos. Debí contener las ganas de robarle el plato a un pobre chico que se había quedado dormido sin terminar su ración.
   Fue una situación tan desesperada como humillante.
   Rendido, me senté sobre el suelo mojado, cerré mis ojos e imaginé que nada de eso estaba sucediendo en verdad, aunque de poco me sirvió para calmar mi hambre.
   -¡León, ven aquí! ¡Tenemos un poco de comida para darte! –llamó milagrosamente una voz en medio de la muchedumbre e instantáneamente sentí el corazón aliviado.


El despertar del León



1
ESCAPE DE REINLAD

Quiero narrarles una historia, aunque no sé muy bien por dónde comenzar. Supongo que lo correcto sería contarles de la partida del abuelo, hace ya varios años ¿O antes debería hablarles de él? Bueno, por ahora no quiero perder el tiempo escribiendo sobre un hombre triste y solitario, así que lo mejor será permitirles que lo conozcan de a poco y lo juzguen por ustedes mismos. De momento sólo les diré que se llama Leonardo Blanco -al igual que yo- y fue durante mis primeros 17 años de vida la única familia que tuve.
Podría explicarles las circunstancias que motivaron éste viaje, pero he preferido ir despacio para evitarles el tedio de mis excusas y, sobre todo porque tal vez así suenen menos absurdas e irracionales algunas decisiones que he tomado hasta el día de la fecha. No suelo arrepentirme de las acciones que han ido marcando mi camino, pero supongo que la experiencia me ha dado algunas valiosas -y dolorosas- lecciones.
Al fin, he decidido iniciar éste relato en un punto que no es el verdadero comienzo -de ser honesto no soy capaz de discernir cuándo empezó a gestarse todo esto- pero lo que sí me resulta importante es remarcar el suceso que significó un punto de inflexión en mi viaje, una ruptura completamente inesperada.

La noche hubiese sido agradable de no ser por la horda de mosquitos  que hizo un festín de mi pálida piel -esta vez quemar hojas verdes de eucalipto de nada sirvió para apaciguar su insaciable sed de sangre-.
Aun así, mi agotamiento era tan grande que conseguí dormir unas tres o cuatro horas de corrido.
El sol comenzaba a asomarse cuando aquél estridente sonido me arrebató repentinamente el sueño.
-Se oyó cerca, a unos pocos minutos de aquí -pensé sorprendido.
Algo aturdido aún, me puse en pie, y luego de beber el último  sorbo de mi cantimplora,  empaqué mis escasas pertenencias: una bolsa de lona con algunas prendas adicionales -que por las noches usaba como cama-, una pequeña sartén de hierro, la brújula descompuesta del abuelo y mi versátil hacha de mano, que había dejado junto a la fogata. Arrojé todo en la bolsa y con cautela me encaminé hacia el lugar de dónde provino ese sonido.
A medida que avanzaba iban surgiendo diferentes ecos en la distancia, todos en la misma dirección. Pronto pude reconocerlos como voces, tal vez propias de cientos de hombres.
-Al fin otras personas, ya había olvidado cómo se oían al hablar –me dije con cierto entusiasmo.
Conforme me acercaba, su bulliciosa presencia iba en aumento, así como el retumbe de chasquidos metálicos y golpes de herramientas.
Cuando finalmente salí de la arboleda, una empinada loma me cubría la visión. Fui rodeándola hacia la izquierda, donde a unos cuantos metros se asomaban tupidos matorrales.
- ¡Vamos holgazanes, levanten sus inmundas pertenencias y en marcha!- Repetía agresivamente una voz gruesa y desagradable. Sus alaridos eran más propios de un animal rabioso que de un ser humano.
Me puse en cuclillas y cuidadosamente me moví entre la maleza hasta llegar a lo más alto de la loma. Lentamente, para no atraer miradas indeseadas, fui asomando la cabeza hasta la altura de la nariz.
Frente a mí, en medio de un claro, había un campamento de unos ciento cincuenta hombres o más, alistándose para partir. En su mayoría eran de entre veinte y treinta años. Se los veía muy maltrechos, sus prendas eran poco más que harapos, y debajo de ellas había más mugre que personas. Pero lo peor era que muchos parecían estar famélicos, la mitad por lo menos.
Su estado era deplorable, salvo contadas excepciones, por lo que supuse que llevaban varios días intentando atravesar Reinlad, al igual que yo.
-Espero que estén cerca de su destino, o de lo contrario, no saldrán con vida de este condenado bosque ¿Habrá una aldea cerca?- me pregunté. No podía saberlo, pero ya casi no tenía provisiones y hacía una semana que vagaba sin rumbo tras perder mi mapa al cruzar un río en el valle que ocupa toda la extensión sur del bosque. Pensé que seguirlos podría ser mi ruta de escape. Era eso o seguir buscando inútilmente una salida por mi propia cuenta.
Pero mi plan tenía un problema, y era que mis guías no debían verme. La posibilidad de que me descubrieran me inquietaba bastante, pues una turba de hombres cansados y hambrientos que captura a un merodeador no puede tener un final feliz, al menos para el atrapado.
Mientras se preparaban para partir tuve tiempo de observar cómo estaba compuesto el grupo. Cada veinte hombres, había dos o tres soldados a cargo, los cuales se veían en un estado físico superior. Además contaban con pecheras de cuero claveteadas, hombreras, grebas y otros accesorios de bronce, y por supuesto, lanzas y espadas empuñadas o dentro de sus vainas.
Pude reconocer con facilidad el emblema de Leira en sus estandartes y grabado en cada pieza de su armamento, señal de que definitivamente iba en la dirección correcta.
Éstos soldados gritaban dando indicaciones constantemente, haciendo más evidente el desánimo de sus subordinados. Uno de ellos me llamó la atención más que el resto,  ya que llevaba un hosco garrote en su mano derecha, el cual agitaba sin cesar a modo de amenaza. Era achaparrado y fornido como una bolsa de papas, y pese a su irritante acento nasal todos obedecían sus gangosos reclamos sin rechistar, incluso, los otros soldados.
-¡Apresúrense montañeses torpes! Si quieren servir a su Rey, no pueden perder más tiempo aquí -masculló con ese desagradable tono.
   Noté que al norte del campamento, limitando con el otro borde del claro, estaban desarmando una tienda de campaña. Del interior salió un hombre alto e imponente que ostentaba una gallarda armadura, brillante como la plata recién pulida. Su oscuro cabello le caía hasta la altura de los hombros, dejando al descubierto un solemne rostro, tan duro y blanco como el marfil. No había dudas de que se trataba de un noble, un verdadero caballero del reino de Leira.
   Por un instante se detuvo a mirar el cielo con los brazos cruzados y el ceño fruncido, hasta que de un costado se acercó un hombre delgado -que parecía ser su escudero- arreando un majestuoso caballo blanco de crines grises.
   Con suma presteza, el caballero montó a su  corcel, y sin siquiera mirar atrás, dio una señal con la mano, que su servidor rápidamente se encargó de comunicar al capataz. Mientras tanto, el hidalgo cabalgó hacia los árboles y se desvaneció entre ellos, como la fría neblina nocturna al sentir la caricia del sol en la mañana. De pronto, un cuerno similar al que había sonado más temprano puso en marcha al resto del grupo, y así, con el gordinflón de la funesta porra a la cabeza del pelotón, reanudaron su marcha, yendo en la misma dirección que el caballero.
    Una vez que todos se alejaron lo suficiente para no oír más sus voces, emergí de mi escondite, y con mucha prisa fui a ver lo que había sobrado en el asentamiento.
Era mi oportunidad de reabastecerme, pues como dicen, la basura de un hombre es el tesoro de otro.
    Desafortunadamente, fue grande mi decepción al descubrir que no habían dejado nada más que hogueras humeantes y pilas de leña seca. Al cabo de unos minutos y sin haber encontrado nada útil, decidí no perder más el tiempo y seguir con mi misión.
Con mi bolsa colgando al hombro y una extraña sensación en el pecho, mezcla de ansiedad, temor y valentía, corrí entre los arboles como un depredador que sigue las huellas de su presa -aunque ésta podía llegar a ser yo si me descuidaba un instante-.
Seguirlos resultó una tarea bastante sencilla en un comienzo gracias a las marcas dejadas en la hierba por los cientos de pies que acababan de pasar.
-¿Por qué tanto apuro? –indagó repentinamente una voz joven y enérgica, en ese instante sentí cómo se me paralizaba el cuerpo de pies a cabeza-. Veo que te gusta revolver la basura ajena, pero las palabras no son lo tuyo. ¿Acaso eres una cucaracha que nos sigue por el bosque?
El sujeto estaba más cerca de lo que hubiese considerado seguro, aunque no podía verlo. Me sentí atemorizado, pero como no quería demostrárselo, comencé a reír ante su burla.
-En realidad no, saquear despojos ajenos no es uno de mis pasatiempos favoritos -respondí a medida que me ponía en guardia lentamente.
 Mis ojos iban de un lado a otro sin cesar, pero no había caso. No podía verlo tras la densa vegetación que me rodeaba, era una situación riesgosa.
-Dicen que la ocasión hace al ladrón y tú viste la tuya. Pero más que un ladrón yo diría que eres un oportunista de segunda ¿O me equivoco? –se mofó con desdén.
-Ya basta, dime qué es lo que quieres -no respondió-. ¿Acaso piensas mostrarte, o eres un cobarde que sólo amenaza desde las sombras?
Todo quedó en silencio. Durante un momento la tensión en el aire se hizo irrespirable. Debía hacer algo, pero sabía que cualquier paso en falso podía ser fatal.
Fue entonces que lo oí moverse y comprendí lo que sucedía. Miré hacia arriba, y como una flecha lanzada a toda velocidad, cayó con su rodilla en punta justo donde yo estaba parado. Por fortuna logré esquivarlo dando un salto hacia atrás y rápidamente me recompuse, preparándome para luchar. Ambos nos miramos desafiantes, y aunque sólo fueron unos segundos, parecieron durar una eternidad.
-Eres bueno, no creí que pudieras evitarme tan fácilmente –dijo con seriedad, y al concluir la oración lanzó una alegre carcajada que me desconcertó. Su expresión y su postura cambiaron rotundamente, ya no eran de amenaza ni mucho menos-. Desconfiaría de cualquiera que deambule solo por lugares tan remotos como este, pero tú no pareces ser un ladrón ¿Qué eres, viajero? ¿Un vagabundo? ¿Un comerciante? ¿Un fugitivo, tal vez?
Yo preferí mantener la guardia en alto, no sabía si se trataba de una estrategia para hacerme confiar en él.
-Primero me atacas y ahora quieres conversar ¿Qué te sucede, eres un demente? –repliqué nervioso.
-Tranquilo, compadre. Sólo te estaba probando, no quise dar mala impresión –se acercó extendiendo su mano con la palma abierta-. Perdón por lo de recién, a veces tiendo a ser un poco brusco. Mi nombre es Denis Héleban.
Entonces lo miré a los ojos y supe que no mentía, incluso no parecía ser un mal sujeto, sólo algo chiflado.
 Tenía mi edad aproximadamente o quizás un poco más. Era apenas más alto y delgado que yo, aunque estaba en mejor condición física. Su piel era ligeramente  morena, al igual que sus ojos y cabello. Las facciones de su rostro eran bastante marcadas, pero su rasgo más distintivo era su gran bocota -en ambos sentidos de la palabra-. Por alguna razón, su voz y su sonrisa me inspiraron confianza, así que finalmente cedí y estreché su mano con calma.
-Soy Le…ón… -contesté con cierto titubeo. Como llevar el mismo nombre que mi abuelo siempre me desagradó bastante, pensé que ese era el momento ideal para un cambio.
-León eh… ya veo de donde sacaste esos reflejos -bromeó tontamente-. Bien, ahora que somos amigos, ¿Me dirás qué te trae a este lugar tan distante?
-Voy rumbo a la Capital del reino, pero honestamente, llevo perdido casi una semana en el bosque. Como extravié el mapa que había traído y mi brújula está descompuesta, avanzar se me ha hecho realmente difícil.
-¡Con que vas a Antémar! –celebró exaltado- Los músicos callejeros, la luz de los faroles, el crujir de la madera en el muelle y el aire del océano llenando de nostalgia el ambiente. Además las chicas de la Capital tienen fama de ser las más hermosas, aunque nada fáciles de conquistar para caballeros de tan escasa monta como nosotros, lo digo por experiencia ¡Ah... Antémar, la hermosa ciudad del mar y las luces! Pensándolo bien, creo que iré contigo a beber unos cuantos tragos.
-Es sólo un viaje por cuestiones familiares -reí yo-  ¿Sabrías indicarme qué camino debo tomar desde aquí?
-Lo haría con gusto si supiera –respondió para mi decepción-. Es muy fácil perderse en un bosque como este, no en vano abarca casi toda la frontera sur de Leira. Te diría que lo mejor que puedes hacer es seguirnos hasta salir o llegar a un terreno más elevado, pero creo que eso es exactamente lo que tienes en mente.
-Me has descubierto otra vez, sólo espero que ya estemos cerca del exterior.
-Eso dicen los soldados, pero quién sabe, tal vez lo hacen para que los moribundos resistan un poco más.
-No quiero entrometerme ¿Pero quiénes son ustedes y qué se supone que hacen? –inquirí con curiosidad.
Denis rió al escuchar mi pregunta.
-Se supone que somos reclutas rumbo al campo de entrenamiento militar de Val Dorean, pero al ritmo que vamos no seremos más que comida para los buitres –suspiró con pesar-. Venimos de un pueblo minero llamado Piedraluna, ubicado al este de aquí, justo en la intersección entre Reinlad y las Cumbres Desoladas. De seguro has oído nombrarlo si eres del sur.
-Sí, por supuesto –mentí.
-Bien, es mejor que vuelva con el grupo o tendré serios problemas si descubren que me fui. Deberás andar más atento si no quieres que te atrapen, y por cómo están los ánimos últimamente, no puedo asegurar que vayan a ser tan amigables como yo.
-Tampoco es que tú lo hayas sido, es decir, me recibiste con insultos y una patada –Denis estalló en sonoras carcajadas, que me incomodaron un poco.
-¡Estaba jugando contigo, no me guardes rencor por el pasado! –dijo y luego se recompuso-. Nos veremos más adelante León, si sobrevivimos a éste maldito bosque.
En un abrir y cerrar de ojos, se alejó perdiéndose entre la espesura, y una vez más volví a encontrarme solo en medio de la nada. Al menos ahora estaba un poco menos perdido que antes, gracias al camino de huellas y hierbas pisoteadas que los reclutas habían ido marcando a su paso.
Tuve que ser sumamente cauteloso y paciente al avanzar, porque el más ligero error podía llegar a costarme muy caro, tal como Denis me había advertido.
La columna de reclutas se movía a un ritmo superior al que hubiese esperado, considerando el deplorable estado de la mayor parte del grupo. Los soldados eran inclementes a la hora de repartir golpes a quienes caían rendidos al suelo, y por supuesto, el irritante personaje del garrote no era la excepción.
-¡Muévete gusano, o te romperé las piernas! –le gritó a un pobre chico que apenas podía sostenerse en pie. Si no fuese por el apoyo mutuo que se brindaban unos a otros, la situación hubiese sido realmente crítica.
Al llegar la tarde se detuvieron a descansar a la vera de un arroyo que corría serpenteando entre rocas y musgo. Yo también aproveché el momento para recobrar el aliento y recargar mi cantimplora; pero antes de que llegara a relajarme lo suficiente, los reclutas reanudaron su agotadora marcha.
El día transcurrió sin sobresaltos, pero la inquietante tranquilidad que me recorría por dentro, siempre parecía estar a punto de quebrarse con el más leve sonido o un rostro curioso que volteaba a ver atrás. El principal problema fue mantener la calma cuando las piernas empezaron a temblarme a causa del cansancio y el dolor.
Si bien el clima había estado un poco inestable durante toda la jornada, fue con la llegada del ocaso que unos negros nubarrones de tormenta aparecieron amenazantes en lo alto. Por fortuna, los árboles se hacían cada vez menos elevados, menos frondosos y menos abundantes, anunciando que el bosque estaba llegando a su fin.
-¡No se queden mirando idiotas, la aldea está cerca! –exclamó furioso el capataz tras la caída del primer relámpago.
La tormenta pasó de la amenaza a los hechos con asombrosa celeridad. Al principio, fueron sólo unas cuantas gotas y viento, pero en cuestión de minutos llegó a ser un aguacero acompañado de heladas ráfagas de aire que bajaba de las montañas.
Todo se puso muy oscuro, apenas podía ver adelante mío, pero sabía que detenerme no era una opción con tantos rayos cayendo como lanzas a  nuestro alrededor. De pronto se oyó un murmullo que provenía de los reclutas, un gritó eufórico de triunfo.
-¡Llegamos! ¡Lo logramos! –cantaron al unísono al ver que las luces del anhelado pueblo, finalmente aparecieron en la distancia.
Por un momento la fatiga y el dolor que entumecían mi cuerpo no me pesaron tanto, e ignorando el riesgo que implicaba apresurarme demasiado, corrí hacia las  luces como un animal salvaje que acaba de salir de su jaula. Pero el feliz panorama cambió de repente, cuando el cielo se puso blanco, y la tierra bajo mis pies tembló como si se estuviese partiendo. La onda sonora del rayo que estalló a pocos metros detrás, me dejó completamente sordo por unos instantes, aunque fue un buen precio considerando que podría haberme matado.
La excitación se volvió pánico, y la escasa cautela que aún mantenía acabó de esfumarse por completo. Instintivamente me lancé a la carrera,  con mi mente aturdida y mis sentidos dañados por la explosión, hasta que sin saber cómo, me estrellé contra algo macizo y caí al suelo.
-No fue un árbol, debería haberlo visto –pensé mientras me levantaba, embarrado de pies a cabeza. Pero antes de descubrir con qué había chocado, algo realmente grande me tomó con fuerza del tobillo, forzándome a caer una vez más.
-Gusano asqueroso –murmuró el capataz de los soldados. Tenía la cara cubierta de fango, pero no lo suficiente como para ocultar la furia que emanaba de sus negros ojos. Confundido y atemorizado, le lancé un feroz puntapié a la cabeza que lo obligó a dejarme ir. Rápidamente corrí hacia el bosque para esconderme, pero antes de que alcanzara a dar cinco pasos siquiera, un intenso dolor en mi nuca frenó aquel desesperado intento de huida.
Caí de rodillas sobre el barro. No tenía fuerzas para defenderme ni seguir corriendo, pero pude ver cómo el garrote ensangrentado del capataz rodaba junto a mi mano. No tuve dudas sobre lo que acababa de ocurrir, ni mucho menos, de lo que estaba a punto de sucederme.
El sonido de la lluvia parecía ir desapareciendo, al igual que el mundo a mí alrededor, pero no eran ellos los que se desvanecían.
De pronto, una mano ancha y peluda levantó la porra del piso y sin dudarlo un segundo me volteó el rostro con un violentísimo revés.
-La experiencia se adquiere intentando, pero no necesitas quemarte para saber qué es el fuego –solía decirme el abuelo cuando me veía fallar tontamente en las pruebas que constantemente me imponía como método de enseñanza. Antes de que las luces se apagaran pude oír su voz en mi cabeza, repitiendo esas palabras con resignación.


viernes, 9 de octubre de 2015

Dulce Alessa


Hoy te escribo dulce Alessa
nuestros sueños se han cumplido
hemos regado los caminos
con sangre de libertad

Cuántas almas de sacrificio

hoy no volverán a su hogar
vagando en estas tierras
de aquí a la eternidad

Mis promesas fueron aire

y hoy el viento sopla fuerte
He vencido dulce Alessa
pronto verás el sol naciente

A la sombra de mil lunas

este día he aguardado
tu soldado es quien regresa
pero mi andar no deja huellas
En la furia de la guerra 
nuestro grito resonó
y en las noches más oscuras
fue tu luz quien me guió

Los escudos se agrietaron

las espadas se partieron
largas noches que pasaron
siendo esclavo de un recuerdo

Mis promesas fueron aire 

y hoy el viento sopla fuerte
he sangrado dulce Alessa
no decaigas, se valiente

A la sombra de mil lunas

este día he aguardado
tu soldado es quien regresa
pero mi andar no deja huellas
En la furia de la guerra 
nuestro grito resonó
y en las noches más oscuras
fue tu luz quien me guió

En mi alma ya no hay pena 

sólo voces que callaron
negra noche que me encierra
tu memoria es mi condena

A la sombra de mil lunas

este día he aguardado
tu soldado no regresa
pues mi andar no deja huellas
En la furia de la guerra 
nuestro grito resonó
y en las noches más oscuras
fue tu luz quien me guió

No despierto dulce Alessa

ya no llores, lo lamento
He caído dulce Alessa
fue tu nombre mi último aliento.


martes, 29 de septiembre de 2015

El rugir del León

Perdido en la tormenta
Hoy navegas sin un rumbo
Vagabunda y pasajera
Es la luz en tu mirada

No me importa cuán profundo
Tu corazón se halle enterrado
Yo bajaré hasta el fondo
Si por mí siempre has luchado

¿Dónde está aquel guerrero
Que pregonaba la esperanza?
Si tu arma era el valor
Y hoy tu sueño cae esclavo

Cuando pierdas el aliento
Y quieras darte por vencido
Ruge fuerte como el viento
Siente en ti ese latido

Cuando el mundo pierda el brillo
Y tu cuerpo se haga añicos
Sé que volverás a levantarte
Siento en ti ese gran rugido


Mil batallas han pasado
Largos años se han cumplido
Pesadas cargas en tu espalda
Disimulada espina en tu sonrisa

¿Puedes sentir mis manos
Cómo envuelven ese fuego?
Lo contienen sin quemarse
Es la flama de tu pecho

Cuando pierdas el aliento
Y quieras darte por vencido
Ruge fuerte como el viento
Siente en ti ese latido

Cuando el mundo pierda el brillo
Y tu cuerpo se haga añicos
Sé que volverás a levantarte

Siento en ti ese gran rugido

Carta 2

A la única mujer que he amado:
Vuelvo inútilmente a depositar mis más sinceros sentimientos hacia ti en un papel que jamás será tocado por tus manos. Con qué objeto, me pregunto. Supongo que la leve y engañosa satisfacción que me acaricia al recordar mi lado más humano, es excusa suficiente.
            No estoy seguro de si aún queda en mi algo del dulce chico que conociste hace años, ese que te observaba con pudor e inocentemente rozaba tu piel cada vez que encontraba la chance. Tal vez es como muchos dicen, y lo único que aún vive en mí son fantasmas moribundos de días mejores,  y lo más noble que podría hacer es entregarme al castigo que el mundo ha perjurado sobre mí. Quizás tengan razón, pero si ese es mi destino, aún no ha llegado el momento de afrontarlo, no sin antes volver a tenerte enfrente para así decirte cuánto te he extrañado, lo mucho que te he adorado, y que lamento profundamente no haber sido capaz de cumplir con mi palabra y entregarte la vida que prometí.
            Puede que mis actos hayan sido imperdonables y que incluso tú, la más luminosa y cálida estrella que jamás ha brillado, tema contemplar la oscura noche que ahora reside en mis ojos, pero juro que si el tiempo fuese un reloj de arena y volviese a contar desde cero, cometería los mismos errores que antes, pues por más necio que suene, sé que he hecho lo correcto. Sólo espero que un día tú puedas entenderme, aunque nadie más lo haga.
            Si comprendieras el devastador tormento que implica sentir que tu mente es devorada de a poco por la soledad y la culpa, sé que me darías una última oportunidad de verte y decirte todo esto, pero no por lo que podemos ser ahora, sino por lo que fuimos y soñamos con algún día llegar a ser.


León V.

Carta 1

A la mujer de la roca:
 Mis ojos han sido testigos de las más lamentables miserias humanas, cronistas de innumerables catástrofes oceánicas y otros inenarrables horrores propios de la vida en alta mar.
He visto amigos y hermanos morir frente a mí, castigados por el mar, presos de la codicia que cobija bajo sus aguas turbulentas, criaturas legendarias que devoran embarcaciones de un bocado y desaparecen en lo profundo, la incontenible furia de los dioses estallando desde el cielo en forma de rayos y tormentas, y sin embargo, nada de eso se compara con haberte conocido a ti.
La dulce melodía del arpa que escondes en tu garganta me atrajo hacia la orilla donde descansabas, recostada sobre una gran roca, desnuda bajo el radiante sol del mediodía. No existe calificativo para tu belleza, pues eres océano y mujer en una sola, realidad y fantasía a la vez.
Nadie creería mis palabras, mas nadie las ha escuchado, sé que dirían que estoy loco, pero eso no me importa. Estoy seguro de lo he visto, convencido de que una imagen tan sublime y misteriosa jamás podría haber nacido de la mezquina imaginación de este viejo marinero.
Conocerte me ha devuelto a la vida, si es que alguna vez la he vivido, volver a verte se ha transformado en mi mayor anhelo, aunque sea por un segundo. No sé si tú también me has visto, tal vez es mejor que no lo hagas, me conformo con espiarte, pues el sólo verte es un tesoro del cual soy indigno.
Arrojo esta botella al mar, esperando vanamente que naufrague hasta tus manos. ¿Qué más puede hacer un hombre esclavo de tanta pena contenida si ha presenciado con sus ojos la mismísima entrada al paraíso?            
                                  

Charles T.

martes, 22 de septiembre de 2015

Quizá el destino sea una mentira

Existe una fuerza que abre y cierra caminos, une y desune personas, que va más allá de toda comprensión. Pero también existe otra mucho más humana y terrenal capaz de torcer ese llamado "destino", y es la fuerza de voluntad, esta segunda fuerza aunque esquiva y caprichosa no es menos determinante que la primera.