CAPITULO 2
EL
RITUAL
Como
sabrán, mi escape del Bosque de Reinlad no fue del todo perfecto. Y aunque
agradezco inmensamente que no lo haya sido, debo confesar que todavía llevo
grabado en mi mejilla el recuerdo de ese grotesco infortunio.
Mi mente se nubló y todo quedó en penumbras.
No recuerdo mucho, pero sé que mientras estuve inconsciente debí haber pensado
bastante en el abuelo, porque al despertar estaba pronunciando su nombre.
La boca me apestaba a sangre, y un dolor
incesante me punzaba el costado izquierdo de la cabeza. Pronto recordé lo que
había sucedido y me sentí afortunado de estar entero.
-¿Dónde rayos estoy? –Me pregunté mirando a
mí alrededor.
Me hallaba tendido en el suelo, en un lugar
húmedo y oscuro. Mis manos y pies habían sido sujetados con cadenas, y mi camisa
arrojada a un costado, totalmente desgarrada. Estaba empapado en agua, barro y
sangre, y el frío de la noche comenzaba a azotarme como nunca antes en la vida.
Debo admitir que por primera vez –aunque no
la única- sentí temor a la muerte. No importa cuántas veces hayas oído el
llamado de la temible dama de negro junto al umbral de tu puerta, jamás podrás
acostumbrarte a su sobrecogedora presencia, penetrando en tu mente y tu alma.
Tras unos minutos de aterradora
incertidumbre, oí que alguien se acercaba dando pesados pasos desde otra
habitación. Al abrirse la puerta, pude ver el rechoncho rostro del capataz
completamente fruncido como su puño, con el que sostenía un viejo farol a vela.
Su gruesa nariz ahora estaba torcida hacia la derecha, como resultado de
nuestra reciente disputa. Se acercó a mí maldiciendo por lo bajo, y de una
patada me ordenó que no me moviera. Luego sacó de su cinto un gran manojo de
llaves y lo sostuvo frente a mí.
-De ser por mí te hubiese hecho papilla hace
rato, pero por alguna razón mi señor quiere hablar contigo –dijo, mientras se
agachaba para abrir el candado que bloqueaba mis piernas.
Me
puse de pie con mucha dificultad a causa del entumecimiento que el frío y el
dolor me provocaban en el cuerpo, y luego, él me arrojó un sucio trapo en la
cara ordenándome que me sacara la suciedad de encima. Limpié todo el lodo y la
sangre que pude, tratando de no moverme muy bruscamente ni respirar más de lo
debido.
Una vez cumplida su orden, me sacó de la
habitación dándome violentos empujones en la espalda. Al otro lado, había un
estrecho pasillo conectado a una escalera que subimos hasta toparnos con una
puerta cerrada. Se podía ver a través de
las grietas de la madera, una cálida luz amarillenta que provenía de la sala
contigua.
No estaba seguro de lo que iba a ocurrir,
pero de momento, estaba agradecido de seguir con vida.
-Mira gusano, si veo que haces o dices algo
indebido frente a mi señor, ten por seguro que recordarás el golpe de hace un
rato como una dulce caricia.
Tomó una llave del montón y cuidadosamente
destrabó la cerradura. La puerta se abrió con un intenso crujido, y la luz que
vino del interior quemó aún más mis irritados ojos.
Cuando la ceguera desapareció, pude ver que
ahora me encontraba en una acogedora habitación, repleta de adornos tallados en
roble y botellas de vino meticulosamente acomodadas dentro de estantes. En
cierto modo, me recordó bastante a la bodega que el abuelo tenía en el sótano
de la casa.
Se encontraban tres hombres en la sala. Uno
era un anciano barbudo de apariencia amable. Otro era joven y delgado, pero con
el rostro tan tieso como su postura de soldado.
-Creo que conozco a este sujeto –pensé al
verlo.
En el centro de la sala había una mesa
colmada de papiros, mapas y elementos de medición, y al otro lado de ella,
yacía en pie el tercer hombre que mencioné.
Era nada menos que el caballero que había
visto por la mañana en el campamento de los reclutas. Su expresión seguía tan
rígida e imperturbable como antes, pero un ligero resplandor en sus ojos me
indicó que su calma era solo superficial.
-Será mejor que piense bien lo que voy a
decir –reflexioné en silencio.
Me sentía como una liebre indefensa rodeada
por una manada de lobos, solo la suerte podía jugar a mi favor en una situación
tan adversa.
El caballero dio un suspiro mientras
golpeaba sus dedos contra la mesa.
-Acércate muchacho – Llamó el hombre. Al
hacerlo noté que de su mano caía una pequeña cadena, como la de un reloj, pero
no pude ver qué había entre sus palmas.
Durante un minuto escrutó mi rostro
temeroso, como si estuviese intentando leer mis pensamientos. Aunque claro, no
era muy difícil de suponer.
-¿Qué rayos hago aquí? ¿Por qué tuve que ser
tan descuidado? Debería haberme quedado en casa –Fueron unos de los tantos
pensamientos que azotaron mi conciencia en ese momento.
-Dime cómo te llamas- continuó con su gélida
voz.
-Blanco, Leonardo Blanco, señor -respondí-
Le aseguro que no tuve intención de atacar a nadie, fue un malentendido.
-¡Calla salvaje! –Exclamó el capataz
golpeándome la nuca- Contesta sólo lo que se te pregunta.
-Soldado, no le he pedido que intervenga-
dijo el caballero molesto por su intromisión. Debió agachar la mirada y
retirarse hacia una esquina, encogido de hombros. –Continúa, quiero oír lo que
tienes para decir en tu defensa.
Respiré hondo y traté de serenarme para
sonar lo más sincero posible. Tal vez, con un poco de suerte, el conflicto se
resolvería antes de lo previsto, y podría retomar mi viaje hacia Antémar.
-Vengo del sur, de una aldea a los pies del
Monte Azul. Iba rumbo a la capital, y no tuve otra opción que atravesar
Reinlad, pero perdí el mapa que traía en medio del bosque, y en la
desesperación por hallar una salida comencé a seguirlos. En cuanto al incidente
de recién, les aseguro que fue algo completamente casual –Expliqué con relativa
calma. Pero el rostro del caballero permaneció inerte ante mi relato. Mi
respiración se aceleró de golpe.
-Señores, pueden retirarse- Declaró tras
escuchar atentamente. El único que se quedó en la sala además de nosotros dos,
fue su escudero.
-Así que estabas perdido en el bosque
-agregó poniéndose de pie.
-Sé que suena ridículo, y que la gente del
sur rara vez viaja hacia las tierras del rey. Pero juro por mi vida que es
cierto.
El caballero caminó lentamente hacia mí. No
me sacó los ojos de encima ni por un
instante.
-No sigas molestándote muchacho. Sé bien
quién te envió y por qué lo hizo, sólo me queda decidir qué es lo que haré
contigo.
-¿Qué? No sé de qué habla. Nadie me ha
enviado aquí- contesté perplejo. El caballero rió con indignación.
-Entonces debo suponer que este artilugio
llegó a ti por pura coincidencia- declaró soltando sobre la mesa el objeto que
encerraba entre sus manos. Era nada menos que mi brújula descompuesta.
-Era propiedad de mi abuelo, él me la
obsequió hace un tiempo. Siempre creí que era una baratija sin valor, sólo un
amuleto de viaje.
El semblante del caballero se transformó de
repente, como si lo que acababa de oír fuese un insulto.
-¿Crees que las reliquias de mi Orden son
baratijas inútiles? ¿Cómo te atreves a blasfemar contra el Puño Pródigo en mi
presencia?- murmuró entre dientes. La rabia estaba a punto de desbordarlo.
-Disculpe mi ofensa, pero no sé quiénes son
ustedes, ni tampoco de dónde obtuvo mi abuelo esa brújula. Le aseguro que digo
la verdad. Podré ser un campesino torpe e ignorante pero jamás una amenaza para
su gente. Por favor, tiene que creerme.
Estaba temblando de pies a cabeza. No sabía
en qué dilema me había metido, pero era evidente que la situación se me estaba
escapando de las manos.
-Yo decidiré si eres o no una amenaza
-respondió con contundencia-. Dolguin, tráemela–ordenó.
Su escudero se aproximó, cargando una hoja
envainada, y tras entregársela, se paró detrás de mí como un disciplinado perro
guardián.
Cuando el caballero sacó la espada de su
estuche, la sangre en mis venas se congeló. Sentí cómo si el reflejo de mi cara
en el metal, fuese el de un condenado que acaba de oír su fatal sentencia.
-¡Se lo ruego, soy un buen hombre! ¡No me
haga daño! –le supliqué desesperadamente. Su sirviente me tomó del cuello con
un brazo, y con el otro, me tapó la boca para que no gritara–. Este es el fin
–pensé, convencido de que así sería.
Pero lo que pasó después no tuvo ni la más
mínima similitud con lo que yo supuse iba a suceder.
El caballero cerró sus ojos, sosteniendo la
empuñadura firmemente a la altura del pecho. Pude oír cómo susurraba extrañas
palabras en otra lengua, absolutamente desconocida para mí.
Poco a poco fui sintiendo que mi cuero se
paralizaba, como si mi carne estuviese siendo convertida en roca. Pronto, no
fue necesario que su escudero me siguiera reteniendo, pues ya me encontraba tan
inmóvil como una estatua.
No hay sensación más aterradora que saber
que tu vida y sobre todo tu muerte no son algo que puedas manejar, sino que
dependen del capricho de otro.
Cuando el caballero finalmente abrió sus
ojos, sus pupilas habían desaparecido, y de las runas grabadas en el filo de su
espada emanó un fulgor pálido. Su voz dejó de ser un susurro y recobrando su
fuerza y vigor característico, enunció estas palabras:
“POR
VOLUNTAD PROPIA, Y EN REPRESENTACIÓN DE LA AUTORIDAD MÁXIMA DE LINTHEGAR,
CASTIGO A ESTE SIERVO INDIGNO DEL DON
QUE LA GRACIA DIVINA LE HA OTORGADO.
¡QUE LA
FLAMA DEL PUÑO PRÓDIGO PURGUE TODOS TUS PECADOS!”
Tras emitir su sentencia, hizo descender el
borde de su espada hasta que la punta tocó mi frente. Ahora resplandecía
envuelta en un espectral fuego azul, pero sin embargo el contacto con mi piel
no fue cálido, sino todo lo contrario. El frío que recorrió mi cuerpo fue tan
intenso que por poco pierdo el conocimiento.
El fuego se apagó. Los ojos del caballero
volvieron a la normalidad, y yo pude mover mi cuerpo de nuevo. Cuando mis
músculos se aflojaron del todo, fue inevitable que cayera desplomado al suelo.
No salía de mi asombro, tampoco podía
asimilar ni comprender de ninguna manera lo que acababa de experimentar, pero
me sentí tan afortunado de sobrevivir al espantoso ritual, que apenas reparé en
ello.
-Mis disculpas joven, ahora veo que no
mentías –dijo, mientras guardaba la espada en su vaina -. No eres lo que supuse.
Pero de todos modos, has atacado a uno de mis hombres y ese es un delito grave.
-¿Qué van a hacerme? –pregunté aterrado. Aún
no dejaba de temblar.
-Nada, por ahora. Pero viajarás con el resto
a Val Dorean y allí decidirán qué castigo aplicarte. Además no confío en ti, y
prefiero que estés vigilado de cerca.
-¡Pero yo…!
-¿Tienes alguna objeción? –interrumpió
tajante.
No tuve más remedio que morderme la lengua y
bajar la cabeza.
-Bien, recoge tus pertenencias y ve a
reunirte con los conscriptos. Si tienes suerte, aún podrás obtener un plato de
comida.
Bajé al sótano nuevamente y levanté mis
cosas, que se hallaban desparramadas por doquier en el sucio piso de la
mazmorra. Mi camisa era poco más que harapos ensangrentados y barro húmedo, y
mi hacha, mi cuchillo y mi bolsa con monedas ni siquiera estaban allí.
Al volver a la habitación de arriba, el
capataz me esperaba junto a la puerta, con su garrote en la mano.
-Me han dado la orden de no sacarte la vista
de encima gusano –vociferó con ese desagradable acento nasal -. Si vuelves a
hacer una estupidez como la de antes, o veo que intentas escapar…
-Descuida, no lo hará –irrumpió el
caballero, que todavía estaba en el lugar -. Joven Blanco, guardaré este
valioso artefacto por ahora. Estará más seguro en mis manos que en las de
cualquier otra persona.
Honestamente no me interesaba en lo absoluto
conservar ese trozo de chatarra. Lo único que me había traído eran dolores de
cabeza, pero por alguna razón, él tenía muchísimo interés en esa brújula.
Al salir afuera, la tormenta había
apaciguado. Pero cada gota que caía sobre la palpitante herida en mi
mejilla me hacía maldecir hasta las
estrellas.
El pueblo al que había llegado era pequeño
pero acogedor. Fue una lástima tener que caer prisionero justo allí, pues
hubiese disfrutado bastante pasar al menos esa noche en una cama caliente.
Cuando entramos en la zona donde los
reclutas estaban acampando, el capataz me amenazó una vez más con hacerme
picadillo si volvía a hacer algo indebido.
Caminé entre hogueras y platos vacíos,
buscando un lugar en el que pudiese acomodarme para descansar. Era casi
medianoche, pero todavía muchos seguían despiertos. Noté que al pasar, me
miraban cómo a un forastero inoportuno y no pude evitar sentirme incómodo.
Es sabido que mientras uno se encuentra en
una situación de vida o muerte, todas las otras necesidades primarias desaparecen.
Pero lo que nadie te avisa es que al volver a la normalidad, estas reaparecen
con mucha más intensidad.
El hambre que sentía me estaba corroyendo las entrañas, y la poca
comida que quedaba en mi bolsa, se la habían quedado los soldados.
Primero intenté -disimuladamente- tomar
algunas sobras de los cuencos vacíos, pero los reclutas estaban tan hambrientos
que habían roído hasta los huesos. Debí contener las ganas de robarle el plato
a un pobre chico que se había quedado dormido sin terminar su ración.
Fue una situación tan desesperada como
humillante.
Rendido, me senté sobre el suelo mojado,
cerré mis ojos e imaginé que nada de eso estaba sucediendo en verdad, aunque de
poco me sirvió para calmar mi hambre.
-¡León, ven aquí! ¡Tenemos un poco de comida
para darte! –llamó milagrosamente una voz en medio de la muchedumbre e
instantáneamente sentí el corazón aliviado.