miércoles, 29 de julio de 2015

Keldania Cap 2


Capitulo 2

El cielo era gris como todos los días, y la leve llovizna formaba charcos entre los adoquines de la Plaza Central. Las afiladas agujas del reloj Roud marcaban las 12 en punto, cuando el estruendoso sonido proveniente del campanario de la Catedral Negra espantó a una bandada de cuervos, la cual sobrevoló por encima de todos. Era común ver grandes cantidades de estas aves en cada rincón de la ciudad, sobre todo en los barrios más pobres, éstos astutos carroñeros saben bien dónde encontrar su comida.
-¡Ya ha dado la primer campanada, apresúrate Desacro inmundo!- Se oyó entre la multitud de la plaza seguido de un feroz latigazo.
Desde fieros soldados armados de pies a cabeza, excéntricos nobles acompañados de sus esclavos desacros, hasta comerciantes de todo tipo, y claro, cientos de plebeyos. Un panorama habitual desde la calle de Los Leales hasta la Diagonal Krimat -Recientemente bautizada así por el nuevo gobernante- Con epicentro en la plaza del Reloj Roud, punto principal del comercio de Vantberra. 
Ya había sonado la segunda campanada y muchos aún no estaban preparados para el llamado de Lealtad al Régimen. Los miembros de la oligarquía obligaban a sus esclavos a adoptar la posición de sometimiento -La cual constaba en inclinar el cuerpo y agachar la cabeza, en completo silencio- La tercer campanada acababa de sonar y ya casi todos se encontraban con las palmas de sus manos abiertas y al frente, pegadas a cuerpo, y con la mirada clavada en el oscuro cielo.
 Algunos mendigos enjuagaban sus manos con saliva para peinarse y asear su rostro, los niños se esforzaban por mantener sus ojos abiertos pese a la lluvia que caía sobre ellos y algunos nobles aún guardaban las ridículas joyas que llevaban en las manos, en el interior de sus abrigos.
Nadie en todo Vantberra, sin distinción de clases o edades, que viviera bajo el puño opresor del Régimen de los Leales tenía el coraje para negarse a incumplir con el llamado de Sumisión.
Esta costumbre comenzó a implementarse tiempo después de  apaciguada la Rebelión de los Desacrados hace aproximadamente 30 años, aquella sangrienta batalla que duró casi media década fue el último y más ferviente intento de los desacrados -como ellos llamaban a todo aquél que no fuese humano- de oponerse al régimen y sus despiadadas leyes en su contra. Pero no sólo los desacrados fueron protagonistas de esta Rebelión, muchos humanos cansados de la opresión, opositores al inmenso odio racial motivado por el Régimen, tuvieron un rol crucial en esta guerra, los bien llamados Desleales.

Ésta nefasta tradición tiene dos claros objetivos:
1. El sometimiento de todas las especies no humanas.
2. La sumisión de todos sus fieles para recordarles el jamás volver a alzarse en su contra.

La cuarta campanada finalmente sonó y ya todos en la plaza estaban en posición. Lo único que podía oírse era el graznido de los cuervos y el chapoteo del agua cayendo sobre las calles y tejados.
El silencio de la gente era ensordecedor como un trueno en el mar, ni el más bravo y rebelde de los forajidos tenía el valor de desafiar ésta despreciable costumbre. 
Ni siquiera quienes estaban en sus hogares eran exentos de mostrar respeto durante el llamado de lealtad. El miedo era incluso mayor en aquellos que se encontraban inmersos en sus quehaceres diarios, los cuales debían abandonar instantáneamente, ya que el castigo por incumplir al llamado del régimen no era sólo impartido por sus soldados, era el Supremo quien los vigilaba día y noche. 
Todos los días, exactamente a la misma hora, ni un minuto más, ni un minuto menos, las campanadas de la catedral se hacían presentes anunciando el llamado de lealtad. 
Gradualmente el silencio fue cediendo ante el creciente sonar de la sirena, proveniente de los miles de parlantes que se encontraban en cada rincón de la ciudad. Esto se repetía día a día sin excepciones, y aun así el efecto que causaba en los habitantes de Vantberra era tan invasivo y avasallante como la primera vez.
Tras los primeros quince segundos, hasta el más fiero de los desacrados podía sentir como se contraía su corazón y se desgarraba su espíritu, a los treinta, incluso los más fieles seguidores del régimen y sus soldados experimentaban algo de temor con el avance de la sirena. Llegados los cuarenta  y cinco segundos ya todos querían taparse los oídos e implorar que termine de una vez. Y finalmente al cumplirse el minuto, la sirena dejaba de sonar tras conseguir su objetivo, permitiendo que todos recuperen el aliento. 
Pero esta vez algo diferente ocurrió bajo el cielo gris de la Plaza Central. No habían transcurrido ni veinte segundos de iniciada la sirena cuando un gran estallido arrancó a todos de su estado de concentración.
 Por encima del Reloj Roud, una nube de humo negro producto de la explosión atrajo la atención de quienes estaban allí.  Esta nube comenzó a arrojar algo que en un principio parecían ser sólo papeles, pero al llegar a las manos de los ciudadanos, provocaron diferentes reacciones en cada uno de ellos. Algunos se horrorizaron, otros enfurecieron, y muchos debieron esconder con disimulo su risa. 
En ellos había una frase y una firma debajo.

“Muerte al Supremo. Regimiento de los Desleales”

Pero el aturdimiento de la gente se hizo aun mayor, cuando desde lo más alto de la Catedral Negra, cayó desenrollada una inmensa bandera con el mismo mensaje de los panfletos, que cubrió toda su fachada. 
Sobre la cornisa superior del campanario yacían en pié siete figuras como temibles gárgolas, cubiertas por mantos oscuros que espectaban la escena que transcurría en la plaza.
No era habitual ver disturbios en el centro de Vantberra, pero claro, este no era un día como otros. Un gran número de soldados del régimen ingresó por la fuerza a la Catedral y rápidamente treparon hasta el campanario, preparados para castigar salvajemente a los culpables de tan aberrante crimen. Cosas mucho menores, se castigaban con brutales condenas e incluso la muerte. 
Pero al llegar a la cima ya nada ni nadie quedaba allí, salvo la nefasta bandera. 

domingo, 19 de julio de 2015

Keldania



Capitulo1


El frío de la noche era realmente intenso, y la espesa capa de niebla dibujaba extrañas figuras que se desvanecían bajo la tenue luz de los faroles, haciendo de la calle Durham un paisaje aún más lúgubre de lo habitual.
Los pasos de Gabriel eran lentos pero continuos, inmutables a todo lo que sucedía a su alrededor. Cualquiera que lo hubiera visto, pensaría que deambulaba sin destino, pero no todos los vagabundos caminan sin rumbo.
Él conocía éstas peligrosas calles como la palma de su mano y sabía muy bien a dónde se dirigía. Había recorrido cada callejón cientos de veces, él ya no era un forastero en ese lugar tan temible. 
Aun así él estaba a gusto, ya fuera porque se sentía cómodo al resguardo de la oscuridad de la noche, o por aquella melodía que resonaba en su cabeza sin cesar.
Como tantas otras veces se dio cuenta de que estaba caminando al compás de ese melancólico y dulce piano que vibraba en su interior. Su ingenuidad despertó una leve sonrisa en su rostro, apenas una sombra ante la mirada de otros.
Ni los gritos de un anciano loco que discutía con sus propios demonios, ni los constantes ofrecimientos de las mujerzuelas de la zona, ni tampoco los alaridos provenientes de las tabernas inmundas que abarrotaban la zona lograban despertarlo del trance que alcanzaba al recordar esa canción.
Poco antes de llegar a la esquina paró frente a una pequeña puerta de madera, parecía ser una casa abandonada, pero los sonidos que provenían de su interior eran más propios de un bar, aunque no uno al cual iría a pasar un buen rato.
“Dos golpes con los nudillos, uno con la palma abierta, y luego de dos segundos un último golpe fuerte” Al completar esta secuencia un hombre corpulento y alto como un armario abrió la puerta y lo invitó a pasar con un rústico ademán. La nube de humo que se alzaba por todo el lugar era casi tan intensa como el hedor de sus huéspedes. Gabriel se preguntó si las gotas que bajaban por los hoscos rostros de toda esa gente serían producto de la lluvia de afuera o la humedad insoportable que había allí. 
Sin mediar palabra avanzó entre la muchedumbre que colmaba el lugar. Su pálido rostro, cubierto por la capucha, su tapado negro que lo envolvía desde el cuello hasta las rodillas, desentonaban con la suciedad  de quienes lo rodeaban: desde convictos, forajidos y mercenarios, hasta jovencitas que ofrecían sus servicios como si fuera otra jarra de la mediocre cerveza que bebían.
Por un instante sintió como si todo el bar callara y volteara para mirarlo, cosa que habitualmente le sucedía al entrar allí.
Cuando llegó a la barra, se sentó en uno de los pocos asientos libres, y con solo una seña el cantinero supo que debía servirle lo mismo de siempre. Sin hacerlo esperar le trajo un vaso con un líquido de color amarilllento dentro y luego sacó de un empujón al borracho que estaba sentado a la derecha del recién llegado cliente. Mientras tomaba su intenso brebaje, Gabriel se divirtió viendo como el cantinero guardaba los periódicos y vasos que había a su lado, - Esta vez fue más precavido- pensó.
Al terminar miró a Gabriel buscando aprobación, como un perro con su amo.
Bebió el último sorbo y esperó unos minutos a que llegara su cita. La puerta sonó una vez más y de ella entró un hombre bien vestido de unos 40 años o más, se notaba que en el interior de su abrigo llevaba un arma - algo para nada inusual en lugares como este-.
Primero inspeccionó el lugar con una tímida mirada, su rostro duro pero nervioso parecía buscar a alguien en medio de la muchedumbre. Caminó titubante hacia la barra, y cuando estuvo ya muy cerca de Gabriel, éste dijo con voz amable:

- Señor Balvert.

El hombre giró y miró al encapuchado muchacho sentado de espaldas a él.

-Tú debes ser el hombre enviado por Grums.- Preguntó Balvert.
-Ven siéntate a mi lado, tenemos que hablar, ¿Qué va a beber?- Continuó Gabriel.
-Nada por ahora, creo que ya sabes por qué estoy aquí. La negociación fue un fracaso y mi gente ya no piensa seguir trabajando en estas lamentables condiciones. 

Con la tranquilidad de siempre Gabriel le hizo una seña al encargado del bar.

-Esta vez uno extra para mi socio.- Y enseguida dos vasos llenos aparecieron frente a ellos.
-¿La negociación fracasó?- Preguntó sarcásticamente. -Dudo mucho que esté terminada. Mi jefe todavía no ha decidido prescindir de tus servicios, y no creo que estés en posición de negarte, sabes lo que tú y tus hombres nos deben.
-¿Deberles a usted?, ¿Es una broma verdad? ¡Cumplimos con todo lo que nos pidieron, fue Grums quién nos falló a nosotros! - exclamó indignado e incómodo -. El acuerdo se cancela, pueden quedarse con su mugroso dinero.

Gabriel rió un instante.

- ¿Mugroso dinero?, ¿Así lo llamas ahora?- bebió un largo trago de su bebida, y apoyó de un golpe el vaso vacío sobre la barra - Nos resulta un poco sospechoso este repentino alejamiento de tu parte, digo, estabas tan complacido de trabajar junto a nosotros hace solo unos días ¿Acaso está tan disconforme con el Régimen de los Leales?
-¿Me estás llamando traidor?- Preguntó Balvert con su ánimo notablemente perturbado.-Niño, creo que tú no sabes quién soy yo...
-De eso se trata - Interrumpió Gabriel de forma suspicaz-. Sabemos exactamente quién eres, esa es la razón de nuestro encuentro Balvert.

Al decir eso sus miradas por fin se cruzaron, e instantáneamente sus verdaderas identidades se vieron reveladas. Víctima y victimario, sentados lado a lado.
Antes de que el señor Balvert llegara siquiera a reaccionar, la hoja del estilete de Gabriel ya había sido clavada bajo su mentón. Éste rápidamente la limpió y la guardó, y un nuevo cuerpo sin vida cayó sobre la barra.
La sangre comenzó a brotar a borbotones de la herida y antes de que alguien notara lo sucedido, tomó el vaso de su difunto acompañante y lo bebió hasta el fondo.
Cuando el cantinero se encontró con la macabra escena, el asiento de Gabriel ya estaba vacío.