1
ESCAPE
DE REINLAD
Quiero narrarles una
historia, aunque no sé muy bien por dónde comenzar. Supongo que lo correcto
sería contarles de la partida del abuelo, hace ya varios años ¿O antes debería
hablarles de él? Bueno, por ahora no quiero perder el tiempo escribiendo sobre
un hombre triste y solitario, así que lo mejor será permitirles que lo conozcan
de a poco y lo juzguen por ustedes mismos. De momento sólo les diré que se
llama Leonardo Blanco -al igual que yo- y fue durante mis primeros 17 años de
vida la única familia que tuve.
Podría explicarles las
circunstancias que motivaron éste viaje, pero he preferido ir despacio para
evitarles el tedio de mis excusas y, sobre todo porque tal vez así suenen menos
absurdas e irracionales algunas decisiones que he tomado hasta el día de la
fecha. No suelo arrepentirme de las acciones que han ido marcando mi camino,
pero supongo que la experiencia me ha dado algunas valiosas -y dolorosas-
lecciones.
Al fin, he decidido iniciar
éste relato en un punto que no es el verdadero comienzo -de ser honesto no soy
capaz de discernir cuándo empezó a gestarse todo esto- pero lo que sí me
resulta importante es remarcar el suceso que significó un punto de inflexión en
mi viaje, una ruptura completamente inesperada.
La noche hubiese sido agradable de no ser por la horda
de mosquitos que hizo un festín de mi
pálida piel -esta vez quemar hojas verdes de eucalipto de nada sirvió para
apaciguar su insaciable sed de sangre-.
Aun así, mi agotamiento era tan grande que conseguí dormir
unas tres o cuatro horas de corrido.
El sol comenzaba a asomarse cuando aquél estridente
sonido me arrebató repentinamente el sueño.
-Se oyó cerca, a unos pocos minutos de aquí -pensé
sorprendido.
Algo aturdido aún, me puse en pie, y luego de beber el
último sorbo de mi cantimplora, empaqué mis escasas pertenencias: una bolsa
de lona con algunas prendas adicionales -que por las noches usaba como cama-,
una pequeña sartén de hierro, la brújula descompuesta del abuelo y mi versátil
hacha de mano, que había dejado junto a la fogata. Arrojé todo en la bolsa y
con cautela me encaminé hacia el lugar de dónde provino ese sonido.
A medida que avanzaba iban surgiendo diferentes ecos
en la distancia, todos en la misma dirección. Pronto pude reconocerlos como voces,
tal vez propias de cientos de hombres.
-Al fin otras personas, ya había olvidado cómo se oían
al hablar –me dije con cierto entusiasmo.
Conforme me acercaba, su bulliciosa presencia iba en
aumento, así como el retumbe de chasquidos metálicos y golpes de herramientas.
Cuando finalmente salí de la arboleda, una empinada
loma me cubría la visión. Fui rodeándola hacia la izquierda, donde a unos
cuantos metros se asomaban tupidos matorrales.
- ¡Vamos
holgazanes, levanten sus inmundas pertenencias y en marcha!- Repetía
agresivamente una voz gruesa y desagradable. Sus alaridos eran más propios de
un animal rabioso que de un ser humano.
Me puse en cuclillas y cuidadosamente me moví entre la
maleza hasta llegar a lo más alto de la loma. Lentamente, para no atraer
miradas indeseadas, fui asomando la cabeza hasta la altura de la nariz.
Frente a mí, en medio de un claro, había un campamento
de unos ciento cincuenta hombres o más, alistándose para partir. En su mayoría eran
de entre veinte y treinta años. Se los veía muy maltrechos, sus prendas eran
poco más que harapos, y debajo de ellas había más mugre que personas. Pero lo
peor era que muchos parecían estar famélicos, la mitad por lo menos.
Su estado era deplorable, salvo contadas excepciones,
por lo que supuse que llevaban varios días intentando atravesar Reinlad, al
igual que yo.
-Espero que estén cerca de su destino, o de lo
contrario, no saldrán con vida de este condenado bosque ¿Habrá una aldea
cerca?- me pregunté. No podía saberlo, pero ya casi no tenía provisiones y
hacía una semana que vagaba sin rumbo tras perder mi mapa al cruzar un río en
el valle que ocupa toda la extensión sur del bosque. Pensé que seguirlos podría
ser mi ruta de escape. Era eso o seguir buscando inútilmente una salida por mi
propia cuenta.
Pero mi plan tenía un problema, y era que mis guías no
debían verme. La posibilidad de que me descubrieran me inquietaba bastante,
pues una turba de hombres cansados y hambrientos que captura a un merodeador no
puede tener un final feliz, al menos para el atrapado.
Mientras se preparaban para partir tuve tiempo de
observar cómo estaba compuesto el grupo. Cada veinte hombres, había dos o tres
soldados a cargo, los cuales se veían en un estado físico superior. Además
contaban con pecheras de cuero claveteadas, hombreras, grebas y otros
accesorios de bronce, y por supuesto, lanzas y espadas empuñadas o dentro de
sus vainas.
Pude reconocer con facilidad el emblema de Leira en
sus estandartes y grabado en cada pieza de su armamento, señal de que
definitivamente iba en la dirección correcta.
Éstos soldados gritaban dando indicaciones constantemente,
haciendo más evidente el desánimo de sus subordinados. Uno de ellos me llamó la
atención más que el resto, ya que
llevaba un hosco garrote en su mano derecha, el cual agitaba sin cesar a modo
de amenaza. Era achaparrado y fornido como una bolsa de papas, y pese a su
irritante acento nasal todos obedecían sus gangosos reclamos sin rechistar,
incluso, los otros soldados.
-¡Apresúrense
montañeses torpes! Si quieren servir a su Rey, no pueden perder más tiempo aquí
-masculló con ese desagradable tono.
Noté que al norte del campamento, limitando
con el otro borde del claro, estaban desarmando una tienda de campaña. Del
interior salió un hombre alto e imponente que ostentaba una gallarda armadura,
brillante como la plata recién pulida. Su oscuro cabello le caía hasta la
altura de los hombros, dejando al descubierto un solemne rostro, tan duro y
blanco como el marfil. No había dudas de que se trataba de un noble, un
verdadero caballero del reino de Leira.
Por un instante se detuvo a mirar el cielo
con los brazos cruzados y el ceño fruncido, hasta que de un costado se acercó
un hombre delgado -que parecía ser su escudero- arreando un majestuoso caballo
blanco de crines grises.
Con suma presteza, el caballero montó a
su corcel, y sin siquiera mirar atrás,
dio una señal con la mano, que su servidor rápidamente se encargó de comunicar
al capataz. Mientras tanto, el hidalgo cabalgó hacia los árboles y se
desvaneció entre ellos, como la fría neblina nocturna al sentir la caricia del
sol en la mañana. De pronto, un cuerno similar al que había sonado más temprano
puso en marcha al resto del grupo, y así, con el gordinflón de la funesta porra
a la cabeza del pelotón, reanudaron su marcha, yendo en la misma dirección que
el caballero.
Una vez que todos se alejaron lo suficiente
para no oír más sus voces, emergí de mi escondite, y con mucha prisa fui a ver
lo que había sobrado en el asentamiento.
Era mi
oportunidad de reabastecerme, pues como dicen, la basura de un hombre es el
tesoro de otro.
Desafortunadamente, fue grande mi decepción
al descubrir que no habían dejado nada más que hogueras humeantes y pilas de
leña seca. Al cabo de unos minutos y sin haber encontrado nada útil, decidí no
perder más el tiempo y seguir con mi misión.
Con mi bolsa colgando al hombro y una extraña
sensación en el pecho, mezcla de ansiedad, temor y valentía, corrí entre los
arboles como un depredador que sigue las huellas de su presa -aunque ésta podía
llegar a ser yo si me descuidaba un instante-.
Seguirlos resultó una tarea bastante sencilla en un
comienzo gracias a las marcas dejadas en la hierba por los cientos de pies que
acababan de pasar.
-¿Por qué tanto apuro? –indagó repentinamente una voz
joven y enérgica, en ese instante sentí cómo se me paralizaba el cuerpo de pies
a cabeza-. Veo que te gusta revolver la basura ajena, pero las palabras no son
lo tuyo. ¿Acaso eres una cucaracha que nos sigue por el bosque?
El sujeto estaba más cerca de lo que hubiese
considerado seguro, aunque no podía verlo. Me sentí atemorizado, pero como no
quería demostrárselo, comencé a reír ante su burla.
-En realidad no, saquear despojos ajenos no es uno de
mis pasatiempos favoritos -respondí a medida que me ponía en guardia
lentamente.
Mis ojos iban
de un lado a otro sin cesar, pero no había caso. No podía verlo tras la densa
vegetación que me rodeaba, era una situación riesgosa.
-Dicen que la ocasión hace al ladrón y tú viste la
tuya. Pero más que un ladrón yo diría que eres un oportunista de segunda ¿O me
equivoco? –se mofó con desdén.
-Ya basta, dime qué es lo que quieres -no respondió-.
¿Acaso piensas mostrarte, o eres un cobarde que sólo amenaza desde las sombras?
Todo quedó en silencio. Durante un momento la tensión
en el aire se hizo irrespirable. Debía hacer algo, pero sabía que cualquier
paso en falso podía ser fatal.
Fue entonces que lo oí moverse y comprendí lo que
sucedía. Miré hacia arriba, y como una flecha lanzada a toda velocidad, cayó
con su rodilla en punta justo donde yo estaba parado. Por fortuna logré
esquivarlo dando un salto hacia atrás y rápidamente me recompuse, preparándome
para luchar. Ambos nos miramos desafiantes, y aunque sólo fueron unos segundos,
parecieron durar una eternidad.
-Eres bueno, no creí que pudieras evitarme tan
fácilmente –dijo con seriedad, y al concluir la oración lanzó una alegre
carcajada que me desconcertó. Su expresión y su postura cambiaron rotundamente,
ya no eran de amenaza ni mucho menos-. Desconfiaría de cualquiera que deambule
solo por lugares tan remotos como este, pero tú no pareces ser un ladrón ¿Qué
eres, viajero? ¿Un vagabundo? ¿Un comerciante? ¿Un fugitivo, tal vez?
Yo preferí mantener la guardia en alto, no sabía si se
trataba de una estrategia para hacerme confiar en él.
-Primero me atacas y ahora quieres conversar ¿Qué te
sucede, eres un demente? –repliqué nervioso.
-Tranquilo, compadre. Sólo te estaba probando, no
quise dar mala impresión –se acercó extendiendo su mano con la palma abierta-.
Perdón por lo de recién, a veces tiendo a ser un poco brusco. Mi nombre es
Denis Héleban.
Entonces lo miré a los ojos y supe que no mentía,
incluso no parecía ser un mal sujeto, sólo algo chiflado.
Tenía mi edad
aproximadamente o quizás un poco más. Era apenas más alto y delgado que yo,
aunque estaba en mejor condición física. Su piel era ligeramente morena, al igual que sus ojos y cabello. Las
facciones de su rostro eran bastante marcadas, pero su rasgo más distintivo era
su gran bocota -en ambos sentidos de la palabra-. Por alguna razón, su voz y su
sonrisa me inspiraron confianza, así que finalmente cedí y estreché su mano con
calma.
-Soy Le…ón… -contesté con cierto titubeo. Como llevar
el mismo nombre que mi abuelo siempre me desagradó bastante, pensé que ese era
el momento ideal para un cambio.
-León eh… ya veo de donde sacaste esos reflejos
-bromeó tontamente-. Bien, ahora que somos amigos, ¿Me dirás qué te trae a este
lugar tan distante?
-Voy rumbo a la Capital del reino, pero honestamente,
llevo perdido casi una semana en el bosque. Como extravié el mapa que había
traído y mi brújula está descompuesta, avanzar se me ha hecho realmente
difícil.
-¡Con que vas a Antémar! –celebró exaltado- Los
músicos callejeros, la luz de los faroles, el crujir de la madera en el muelle
y el aire del océano llenando de nostalgia el ambiente. Además las chicas de la
Capital tienen fama de ser las más hermosas, aunque nada fáciles de conquistar
para caballeros de tan escasa monta como nosotros, lo digo por experiencia
¡Ah... Antémar, la hermosa ciudad del mar y las luces! Pensándolo bien, creo
que iré contigo a beber unos cuantos tragos.
-Es sólo un viaje por cuestiones familiares -reí
yo- ¿Sabrías indicarme qué camino debo
tomar desde aquí?
-Lo haría con gusto si supiera –respondió para mi
decepción-. Es muy fácil perderse en un bosque como este, no en vano abarca
casi toda la frontera sur de Leira. Te diría que lo mejor que puedes hacer es
seguirnos hasta salir o llegar a un terreno más elevado, pero creo que eso es
exactamente lo que tienes en mente.
-Me has descubierto otra vez, sólo espero que ya
estemos cerca del exterior.
-Eso dicen los soldados, pero quién sabe, tal vez lo
hacen para que los moribundos resistan un poco más.
-No quiero entrometerme ¿Pero quiénes son ustedes y
qué se supone que hacen? –inquirí con curiosidad.
Denis rió al escuchar mi pregunta.
-Se supone que somos reclutas rumbo al campo de
entrenamiento militar de Val Dorean, pero al ritmo que vamos no seremos más que
comida para los buitres –suspiró con pesar-. Venimos de un pueblo minero
llamado Piedraluna, ubicado al este de aquí, justo en la intersección entre
Reinlad y las Cumbres Desoladas. De seguro has oído nombrarlo si eres del sur.
-Sí, por supuesto –mentí.
-Bien, es mejor que vuelva con el grupo o tendré
serios problemas si descubren que me fui. Deberás andar más atento si no
quieres que te atrapen, y por cómo están los ánimos últimamente, no puedo
asegurar que vayan a ser tan amigables como yo.
-Tampoco es que tú lo hayas sido, es decir, me
recibiste con insultos y una patada –Denis estalló en sonoras carcajadas, que
me incomodaron un poco.
-¡Estaba jugando contigo, no me guardes rencor por el
pasado! –dijo y luego se recompuso-. Nos veremos más adelante León, si
sobrevivimos a éste maldito bosque.
En un abrir y cerrar de ojos, se alejó perdiéndose
entre la espesura, y una vez más volví a encontrarme solo en medio de la nada.
Al menos ahora estaba un poco menos perdido que antes, gracias al camino de
huellas y hierbas pisoteadas que los reclutas habían ido marcando a su paso.
Tuve que ser sumamente cauteloso y paciente al
avanzar, porque el más ligero error podía llegar a costarme muy caro, tal como Denis
me había advertido.
La columna de reclutas se movía a un ritmo superior al
que hubiese esperado, considerando el deplorable estado de la mayor parte del
grupo. Los soldados eran inclementes a la hora de repartir golpes a quienes
caían rendidos al suelo, y por supuesto, el irritante personaje del garrote no
era la excepción.
-¡Muévete gusano, o te romperé las piernas! –le gritó
a un pobre chico que apenas podía sostenerse en pie. Si no fuese por el apoyo
mutuo que se brindaban unos a otros, la situación hubiese sido realmente
crítica.
Al llegar la tarde se detuvieron a descansar a la vera
de un arroyo que corría serpenteando entre rocas y musgo. Yo también aproveché
el momento para recobrar el aliento y recargar mi cantimplora; pero antes de
que llegara a relajarme lo suficiente, los reclutas reanudaron su agotadora
marcha.
El día transcurrió sin sobresaltos, pero la
inquietante tranquilidad que me recorría por dentro, siempre parecía estar a
punto de quebrarse con el más leve sonido o un rostro curioso que volteaba a
ver atrás. El principal problema fue mantener la calma cuando las piernas
empezaron a temblarme a causa del cansancio y el dolor.
Si bien el clima había estado un poco inestable
durante toda la jornada, fue con la llegada del ocaso que unos negros
nubarrones de tormenta aparecieron amenazantes en lo alto. Por fortuna, los
árboles se hacían cada vez menos elevados, menos frondosos y menos abundantes,
anunciando que el bosque estaba llegando a su fin.
-¡No se queden mirando idiotas, la aldea está cerca!
–exclamó furioso el capataz tras la caída del primer relámpago.
La tormenta pasó de la amenaza a los hechos con
asombrosa celeridad. Al principio, fueron sólo unas cuantas gotas y viento,
pero en cuestión de minutos llegó a ser un aguacero acompañado de heladas
ráfagas de aire que bajaba de las montañas.
Todo se puso muy oscuro, apenas podía ver adelante
mío, pero sabía que detenerme no era una opción con tantos rayos cayendo como
lanzas a nuestro alrededor. De pronto se
oyó un murmullo que provenía de los reclutas, un gritó eufórico de triunfo.
-¡Llegamos! ¡Lo logramos! –cantaron al unísono al ver
que las luces del anhelado pueblo, finalmente aparecieron en la distancia.
Por un momento la fatiga y el dolor que entumecían mi
cuerpo no me pesaron tanto, e ignorando el riesgo que implicaba apresurarme
demasiado, corrí hacia las luces como un
animal salvaje que acaba de salir de su jaula. Pero el feliz panorama cambió de
repente, cuando el cielo se puso blanco, y la tierra bajo mis pies tembló como
si se estuviese partiendo. La onda sonora del rayo que estalló a pocos metros
detrás, me dejó completamente sordo por unos instantes, aunque fue un buen
precio considerando que podría haberme matado.
La excitación se volvió pánico, y la escasa cautela
que aún mantenía acabó de esfumarse por completo. Instintivamente me lancé a la
carrera, con mi mente aturdida y mis
sentidos dañados por la explosión, hasta que sin saber cómo, me estrellé contra
algo macizo y caí al suelo.
-No fue un árbol, debería haberlo visto –pensé
mientras me levantaba, embarrado de pies a cabeza. Pero antes de descubrir con
qué había chocado, algo realmente grande me tomó con fuerza del tobillo,
forzándome a caer una vez más.
-Gusano asqueroso –murmuró el capataz de los soldados.
Tenía la cara cubierta de fango, pero no lo suficiente como para ocultar la
furia que emanaba de sus negros ojos. Confundido y atemorizado, le lancé un
feroz puntapié a la cabeza que lo obligó a dejarme ir. Rápidamente corrí hacia
el bosque para esconderme, pero antes de que alcanzara a dar cinco pasos
siquiera, un intenso dolor en mi nuca frenó aquel desesperado intento de huida.
Caí de rodillas sobre el barro. No tenía fuerzas para
defenderme ni seguir corriendo, pero pude ver cómo el garrote ensangrentado del
capataz rodaba junto a mi mano. No tuve dudas sobre lo que acababa de ocurrir,
ni mucho menos, de lo que estaba a punto de sucederme.
El sonido de la lluvia parecía ir desapareciendo, al
igual que el mundo a mí alrededor, pero no eran ellos los que se desvanecían.
De pronto, una mano ancha y peluda levantó la porra
del piso y sin dudarlo un segundo me volteó el rostro con un violentísimo
revés.
-La experiencia se adquiere intentando, pero no
necesitas quemarte para saber qué es el fuego –solía decirme el abuelo cuando
me veía fallar tontamente en las pruebas que constantemente me imponía como
método de enseñanza. Antes de que las luces se apagaran pude oír su voz en mi
cabeza, repitiendo esas palabras con resignación.
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